Un joven que huye de la ciudad y de su familia tropezará con un pasado del que nada sabía… Aquí puedes leer las primeras páginas de Heridas ocultas, una novela negra e intimista.
Prólogo
Viernes, 27 de marzo de 2015
Apretó el sillín entre los muslos y enfiló la Gran Vía a la velocidad que el tráfico de esa hora le permitía, como si al tiempo que desaparecían kilómetros de asfalto bajo las ruedas, desapareciera también la última media hora vivida, como si la Honda fuese una máquina que viaja en el tiempo perseguida por la sombra de la mujer al caer. La sombra de ese cuerpo al precipitarse contra el suelo, la sombra que se alarga y se alarga, que ya siente como una humedad pegada en la espalda.
Tensó los músculos del cuello y los hombros, y solo logró frenar la ráfaga de imágenes al ver la Torre Agbar, iluminada ya con los colores blaugrana.
Ahí estaba: el Barrio de Cristal, como él solía llamarlo, con sus edificios de espejos. Hasta los encantes viejos parecían meterse en una nave espacial. Había sido allí donde el día comenzó a volverse maldito.
El espejismo futurista en el que se había precipitado ese tramo de la Diagonal le devolvió a la realidad. No había retroceso posible en el tiempo. Tenía que recordar los detalles, repasar la sucesión de los hechos. ¿Durante cuántos minutos permaneció allí detenido, con la sangre congelada en las venas, frente a aquellos ojos que le suplicaban «no me dejes, no me dejes así»? Fue entonces cuando pensó que tenía que hacer una llamada. Aminoró, subió la moto a la acera y paró junto a un quiosco con un rótulo que decía «En venta o alquiler». Miró el reloj antes de desmontar. No habían trascurrido tantos minutos. Hizo la llamada y se miró las manos. No se había quitado los guantes allá arriba, de eso él estaba seguro; quiso conservar el calor, a una mujer no le gusta que la toquen unas manos frías.
Se permitió un instante para contemplar los edificios deslumbrantes, y miró los contenedores de reciclaje cerca del cruce de calles. Abrió el maletín de la Honda, sacó el periódico y lo tiró en el contenedor del papel.
Quiso fumar un cigarrillo pero se contuvo; una voz en su cabeza le conminó a escapar de la ciudad por la C-31. Pero ¿por qué? ¿Acaso no era eso un regreso? ¿No era allí donde estaba ahora su hogar? Recorrió el tramo de la C-32 y se lanzó por la carretera de El Masnou.
Alcanzó al fin un grupo de casas pareadas. Saberse cerca del mar siempre le tranquilizaba. Vio pasar un tren de cercanías. Aún funcionaban, otra buena señal. Relajó los hombros y dejó que la moto se deslizara bajo las vías, como si cediera a esta el mando de su vida, hasta llegar al puerto. Se apeó junto a los yates que se ofrecían a la venta con rótulos de colores fosforitos. Del maletín de la Honda sacó un teléfono móvil con carcasa de color oro rosa y comprobó el listado de llamadas salientes. El último número era el de la agencia. Le quitó la batería. Lo tiró al suelo, lo pisoteó y lo arrojó al mar imitando el lanzamiento de un jugador de béisbol. Una ráfaga de viento trajo entonces un remolino de trozos de envoltorio de papel y hojas muertas que pasó a ras de suelo y le rozó los botines a la altura de los tobillos, se alzó y, en un vuelo vertiginoso, siguió la dirección que había tomado el móvil roto, como un fantasma en pos de su pertenencia.
Notó un escalofrío y algo tibio que se deslizaba por el labio superior. Sabía a metal salado. Sacó un paquete de clínex, se limpió y miró la sangre en el pañuelo. Los nervios. No lo notó en el piso, seguro que allí no sangró. Habría sido un descuido imperdonable. Como lo de llevarse el móvil de la tía. Ahí sí que la había cagado bien. Pero ya estaba hecho.
Encendió un cigarrillo y fumó mientras se tocaba el hoyuelo del mentón con la mano libre. El olor a carburante de los yates sobre el agua desató el recuerdo de un día de marejada, el movimiento del velero, su hermano y él arrojando. Una vida a la que a medias había renunciado, a medias había sido expulsado. Se alegraba de que su padre tuviera que vender el velero. Le gustaba el mar, pero no los barcos. O quizá era solo la costumbre de vivir cerca de él.
¿Y qué importaba eso ahora? Tenía que buscar en su memoria, repasar los detalles con calma. Con calma.
Le dolía la mandíbula de apretar los dientes. Dio una calada al cigarrillo, el humo se retorció después de atravesar los pulmones, antes de salir de nuevo, y notó que se le aflojaban las tripas. El humo, el carburante, todo se confabuló para acrecentar las náuseas. No estaba preparado para dominar el miedo. No ese miedo agudo y paralizante. ¿O eran remordimientos? Una vez se prometió que no sería esclavo de los remordimientos. Tampoco iba a serlo ahora.
Se volvió hacia los edificios y las terrazas de toldos blancos. Un grupo de mujeres, todas ellas con abrigos de forma acampanada, salía de un restaurante. La imagen resultaba extraña, como la de una reunión confabuladora, que se disipó con un estallido de risas y voces chillonas. Solo una de ellas vestía diferente al resto, con cazadora de piel negra, tejanos y botas de caña alta.
Dio la última calada al cigarrillo. Sus ojos amarillos examinaron con ansiedad las luces de los locales abiertos, y decidió dónde y con quién encontrar refugio.
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