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HERIDAS OCULTAS (capítulo 3)

Heridas ocultas se encuentra disponible en papel y en digital, y aquí comparto el tercer capítulo de esta novela negra, un thriller intimista lleno de emociones.

adelanto de la novela negra Heridas ocultas de Sonsoles Fuentes capítulo 3

Capítulo 3

Lo primero que Ángel Gaya examinó desde la entrada del reducido apartamento fue el enorme ventanal que tenía enfrente. Visto desde fuera, aquel ventanal era como un ojo en cuyo interior, como en los de la muerta, no podía verse el rostro de un asesino, por más que el estor permaneciera abierto. 

Ahí delante se extendían las copas de los árboles del parque de Joan Miró. Ellos y la escultura de la mujer y el pájaro de hormigón serían los únicos testigos. 

El cadáver de Teresa Torres era uno de los más hermosos que el inspector había visto en veinticinco años de carrera, más hermoso que lo que debió de ser aquel cuerpo cuando tenía vida. Era flaca, demasiado flaca para su gusto. Le calculó unos cuarenta y cinco, pero daba la impresión de ser diez años más joven. No podía asegurar que esa frente sin tacha no fuese obra del bótox. Estaba perfectamente maquillada, aunque apenas se notaba que lo estuviese, y llevaba las uñas de las manos y de los pies pintados de un rojo anaranjado. Los pómulos marcados y el dibujo redondeado, fino y amplio de las cejas, además de la marcación de los huesos, hicieron que Ángel Gaya se acordara de la Garbo. Esta, sin embargo, no tenía pinta de haber sido una figura desgarbada. Aun estando ligeramente espatarrada a causa de la caída, parecía ese tipo de mujer que podía tener el privilegio de mostrase altiva sin que nadie se atreviera a reprochárselo. El policía no la podía imaginar más que con movimientos sutiles pero firmes, sin vacilaciones. 

El color del cabello era uno de esos castaños tirando a rubio, en el que uno no sabe distinguir a simple vista qué hebras eran de color natural y cuáles se debían al tinte. La mitad de la melena, que debía de alcanzar la altura de los hombros, había quedado cubierta por la sangre ennegrecida, un charco espeso que se había sentido atraído por el que formaba el vino vertido de una copa rota desde el otro lado de la mesa de cristal y hierro forjado. Las dos manchas rojas acabaron fundiéndose sobre la tarima, casi blanca, del parqué. 

La luz del sol no bañaba la estancia por la sombra que proyectaba el mismo edificio, pero era un piso luminoso. Y no solo porque las luces del techo continuaran encendidas. 

El aire, en el que zumbaban algunas moscas, era denso. La calefacción estaba alta, lo cual explicaba que la mujer solo vistiera aquel camisón de tirantes y una bata con el que hacía conjunto, ambas piezas de color visón. Alrededor del escote, cubriendo la zona del pecho, adornos bordados en un hilo con el brillo sedoso de la tela, que se desparramaba suavemente a los costados marcando las formas huesudas de la pelvis y del monte de Venus. 

Los ojos atentos del inspector se clavaron en la línea fina que dibujaba la prenda interior. El cuerpo de la víctima llevaba las bragas puestas. 

Aunque se había protegido los zapatos con plástico, continuó la exploración ocular desde el rellano. Desde su posición, la vista abarcaba toda la estancia que albergaba el dormitorio, la cocina y el comedor. Tan solo el cuarto de baño, donde un par de agentes de la científica recogían pruebas, quedaba fuera de su alcance. «Un piso reconstruido antes de que la gente corriente supiéramos qué era la prima de riesgo», se dijo Ángel Gaya. 

Suspiró profundamente y notó entonces un olor penetrante que pendía en el aire, a queso fundido y tomate, que solapó el regusto que aún conservaba de las tostadas con mantequilla que su madre le había preparado esa mañana. Sintió entonces, igual que un peso sobre los hombros, la presión de aquella invasión que se había producido de modo súbito. 

Debió de haberlo previsto. 

Su madre había aceptado aquel pacto nunca expresado abiertamente de dejar en paz la vida y el espacio privado del hijo. Lo aceptó durante años. Y debió de prever que, en cuanto la mujer supiera que se había quedado sin asistenta, se plantaría en casa. En la mueca de espanto que puso la madre, Ángel Gaya vio dinamitarse el acuerdo. Esa mañana, cuando le abrió la puerta, supo que aquella apisonadora movida por los motores del afecto, el afán protector y la necesidad de creerse necesaria solo podía detenerse poniendo en su camino a otra mujer. 

La imagen del trajín materno entre sus cosas se le arremolinaba en el estómago cuando el sonido mecánico del ascensor le advirtió de la llegada de alguien. La jueza Luisa Fortes y la secretaria judicial llegaron al rellano de la planta sexta. 

—¡Gaya! Hacía tiempo que no coincidíamos. 

—Unos cuantos años, diría yo… 

Ángel Gaya respondió a la efusividad de la jueza Fortes con una sonrisa amable y un apretón de manos. Había perdido mucho peso desde la última vez que la vio, como unos treinta kilos, aunque aún le sobraban diez para que no se pudiera decir de ella que era una mujer entrada en carnes. El conjunto de chaqueta y pantalón de color granate parecía nuevo. Un estreno de primavera, y aunque la camisa blanca que vestía era de tela ligera, la piel del rostro comenzaba a brillar con un sudor que hacía que las gafas de pasta fina, del mismo color que el traje, resbalaran. La jueza Luisa Fortes se las recolocó sobre el puente de la nariz con un empujoncito del dedo índice y apartó unos mechones del flequillo. Llevaba el pelo corto, como siempre se lo había visto el inspector, teñido de un rojizo oscuro. 

—No muchos, Gaya, no muchos. Yo diría que todavía estaba casada. 

Ángel Gaya recordó entonces el chisme sobre la jueza Luisa Fortes, que desde que descubrió la infidelidad del marido había despojado su vida de toda discreción, y a medida que soltaba secretos, se vaciaba de grasa. Una dieta poco recomendable en la carrera judicial. Andaba por los cuarenta y pocos. 

—¿Ha visto al forense? 

La jueza Fortes hizo un gesto afirmativo. 

—De modo que aún no está claro que sea un accidente… 

—Podría serlo —dijo el inspector—. A simple vista no parece más que una desafortunada caída. El cráneo golpeó contra el borde de la mesa. De hierro forjado —Ángel Gaya torció el gesto—. Pero fíjese en ella. Era tan delgada… Y más bien de poca estatura. Es un poco extraño que la fractura fuese tan contundente si no hubiera algo más que interviniese. 

—Sí, eso me ha dicho Ninet. ¿No tendría que haberse jubilado ya? 

—¿Quién? ¿Ninet? Es mejor que no le comente nada o le explicará, pormenorizadas, todas las cuentas que ha hecho. 

—¿Y qué es eso de que ha pedido el traslado a la Policía Nacional, Gaya? 

—Quiero prejubilarme, señoría. 

—Ya —Luisa Fortes miró de nuevo a la que yacía en el suelo—. No tiene el aspecto de ser una mujer que sufriera maltratos. 

Ángel Gaya se fijó en el maletín de la jueza. Era del mismo diseño que el que descansaba sobre la tapa de la maleta a medio recoger de Teresa Torres, todavía sin cerrar, sobre el suelo y pegada a la pared bajo la ventana. Él frunció los labios hacia delante. 

—Hemos localizado al marido en la vivienda del matrimonio, en Avilés. Viene para acá. En principio, y hasta que el cuerpo no sea examinado, no hay señales de violencia— contestó mirando el entrecejo fruncido de la jueza. 

No debía de gustarle que una mujer de su clase se dejase maltratar, la clase de mujer que lleva un maletín de Mandarina Duck. Pero él sabía que el lujo no protege a nadie del maltrato o del abuso. Y la jueza también lo sabía. 

—¿Y el robo? 

—Había novecientos euros en el bolso. Junto a la cartera y las tarjetas de crédito —dijo el policía—. No parece que hayan sustraído nada. Trabajaba para una empresa asturiana. Servicios de impresión. Casi todo lo que hacen es para la Administración. Vino a la feria de artes gráficas. Hemos encontrado una especie de apuntes de un cursillo. Algo así como grafismo para la televisión. Había alquilado el estudio durante toda la semana, según han dicho los de la agencia. Tenía que haberse marchado esta mañana, a primera hora. Y eso es lo que encuentro un poco extraño. 

La jueza hizo un ruidillo con la nariz, como de desconcierto. 

—¿Que no se marchara estando muerta? 

—Que hubiera cambiado la ropa de la cama para pasar una última noche. Están guardando las sábanas usadas que estaban dentro de la lavadora, en el cuarto de baño —el inspector señaló con el pulgar al lado derecho, donde se encontraban los agentes que recogían pruebas—. Mírela, señoría. ¿No parece que haya salido a recibirnos? 

—Esperaba a alguien para cenar. 

—No sé si era un invitado a cenar. Solo había un plato con restos de un trozo de pizza sobre la mesa, cubiertos para un comensal y una copa rota que seguramente cayó al tropezar la cabeza contra el borde de la mesa. Hay más platos y otra copa en el escurridor. En cuanto a las huellas del suelo, hay manchurrones de pisadas que pueden ser de toda la semana. Las únicas que se aprecian con claridad son las de los pies descalzos del cadáver. Probablemente de la crema suavizante que hemos encontrado en el neceser. ¿Ve dónde están esas cuñas, entre el cuarto de baño y la mesa? 

—O sea, que pudo resbalar. 

Ángel Gaya se encogió de hombros. 

—Cuando usted ordene el levantamiento del cuerpo veremos si hay señales de resbalón bajo las piernas. 

—Desde luego, si es por el vino que falta en esa botella… No se puede decir que sea para marearse. Yo bebí el doble anoche y ni me enteré. Y no es que esté acostumbrada a beber, se lo aseguro. 

—La creo, señoría, la creo —Ángel Gaya hinchó el pecho de aire, echó la cabeza hacia atrás para estirar el cuello que sentía rígido y se colocó el abrigo que la madre le había regalado las últimas navidades sobre uno de los hombros. 

—Qué elegante —dijo la jueza poniendo los ojos en la pieza. El policía no dijo nada—. ¿Sabe que estuve anoche en El Masnou, en el puerto? Me fui de allí antes de que atropellaran a ese mosso. ¿Lo conocía usted? 

—No, no lo conocía. 

—Yo conozco a su madre, de la clase de Pilates. El chico estuvo en el ejército, ¿sabe? Iba en uno de los convoyes cuando se produjo aquel ataque de los talibanes en el que murió un soldado español, en Afganistán. La madre, la pobre mujer, insistió tanto en que opositara para uno de los cuerpos de aquí. Y estaba tan contenta cuando ganó la plaza… Y ya ve, quién iba a imaginarse algo así. 

El semblante de Luisa Fortes se había transformado. Ángel Gaya vio en él la candidez de su propia madre y eso lo incomodó. Había sido ella, su madre, la primera en informarle del atropello a un mosso por parte de un motorista borracho en un control de tráfico, a la salida de El Masnou. 

La jueza tembló al suspirar. Fue un suspiro húmedo, como si en lugar de aire inhalara todo el contenido de aquellos párpados hinchados que le empequeñecían los ojos. 

Ángel Gaya soltó un tópico con el que pretendía zanjar el asunto. La secretaria judicial, una mujer de huesos grandes y tez dorada por los baños de sol que se toman en las terrazas, cazó la indirecta y carraspeó con suavidad, al tiempo que echaba hacia atrás la melena ondulante de color berenjena con una mano y un movimiento de cabeza. Tenía más edad que la jueza, y era más atractiva también. Miró la carpeta con el acta que sostenía entre el brazo y el pecho, mordisqueándose el labio inferior. El policía intentó calmar el desasosiego que ya ocupaba demasiado espacio en su estómago. 

—Veremos qué revela el análisis toxicológico —. Y titubeó un poco antes de añadir—: Imagino que pedirá una autopsia. 

—Por supuesto—, despertó la jueza. 

Un sonido, una musiquilla que provenía de la zona de la ventana cortó la tensión. Una llamada de móvil claramente identificable, sin personalizar. Un agente de la científica se acercó al maletín naranja de Mandarina Duck y, tras una indicación de la jueza, extrajo el teléfono, rodeó las cuñas amarillas del suelo y lo acercó a la oreja del inspector. 

—¿Quién es? —preguntó el policía. 

Quien quiera que fuese guardó unos segundos de silencio. 

—¿Teresa Torres, por favor? —dijo una voz nerviosa que Ángel Gaya adivinó que no era de un hombre maduro, aunque tampoco de un veinteañero. 

—¿Quién pregunta por ella? 

—Me dio su tarjeta de Sinenigma —continuó la voz, todavía nerviosa—, en el salón de muestras. 

—Llame mejor al número de la empresa. 

El de la científica colgó el aparato, uno de los últimos modelos de iPhone, y lo guardó en la bolsa de recogida de muestras. 

Ángel Gaya miró en derredor. 

—Creo que por aquí no tengo mucho más que hacer ahora, señoría. Si le parece, le diré a Ninet que suba con los funcionarios. 

—Sí —la jueza apoyó la afirmación con un movimiento de cabeza—. Después completo el acta con los testimonios. 

—A eso voy ahora. En este piso —el policía señaló el lado derecho—. No hemos encontrado a nadie. Es el único habitado. Este otro también es un estudio de alquiler por días —tomó su abrigo del hombro y pulsó la tecla del ascensor—. Y hágame caso, no le pregunte a Ninet por su jubilación o le explicará todas las cuentas que ha hecho con respecto a la pensión. Es un hombre sin piedad, ya sabe, toda la piedad que se puede esperar de un forense. 

A la jueza le costó reírle el comentario. A Luisa Fortes siempre le había costado mucho reír. 

Antes de que llegara el ascensor, Ángel Gaya dedicó una última mirada a la víctima. 

—Permítame… —dijo. 

Sacó su teléfono smartphone del bolsillo del abrigo y volvió a situarse en la entrada del apartamento. Encuadró el cuerpo entero de la mujer tendida y tomó la fotografía. Después pulsó el zoom y encuadró esta vez el rostro y el pequeño charco de sangre, enfocó la frente, y entonces sucedió: Teresa Torres abrió los ojos.

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Capítulos anteriores de Heridas ocultas en estos enlaces: 

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