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HERIDAS OCULTAS (capítulo 2)

Continúo con el adelanto de mi nueva novela Heridas ocultas. Aquí dejo el segundo capítulo, donde un nuevo protagonista entra en escena: un hombre que quiere salvar su matrimonio. Es esta una novela negra, y también una historia intimista. Un thriller de emociones.

Capítulo 2

En cuanto sintió el olor a cloro en la nariz se avergonzó de su cobardía. Ahí estaba, la misma repulsión, la que regresaba de su pasado escolar. 

—Oye, chico, quieto ahí. A ver, tu nombre. 

—Jorge Juliana. 

—¿Y a ti qué te pasa, Jorge Juliana? 

—Me he levantado con alergia, me da la bronquitis, y me ahogo un poco. 

—Ya. ¿Y las piernas? ¿Por qué no levantas esas rodillas? ¿Cómo es que corres así? 

Recuerda Jorge como podía ver de reojo a aquella niña, a Mónica, que cuchicheaba con sus dos amigas sin dejar de correr. Y a aquel imbécil del Edu: 

—Tiene los pies planos. 

—No los tengo planos, gilipollas, son cabos. Tengo demasiado puente. 

—¡Jorge Juliana! —el nuevo profesor de gimnasia hacía una extraña mueca con la boca que a Jorge le recordaba a Rambo—, en mi clase no se dice «gilipollas». ¡Venga, sigue corriendo…! ¡O andando deprisa, o lo que puedas hacer sin asfixiarte! 

Y después, la primera reunión del tutor con los padres en aquel curso, y la recomendación de parte del profesor de gimnasia de hacer natación, que sudar en el agua es bueno para un asmático. Pensar en el sudor que dejaban los demás en el agua le asqueaba. Y, encima, le jodieron el fútbol. Nadar le gustaba siempre que fuera en el mar, y bien entrado el buen tiempo, cuando el agua ha comenzado a calentarse. 

A calentarse. 

Entonces emergió allí, de repente, una imagen de Ana en la playa de La Concha, con el agua a la altura de la rodilla, riéndose de su encogimiento. 

—¡Cómo puede ser tan friolero un marino! 

Su pensamiento se detuvo en ese recuerdo. En la mirada de Ana retirándose a un lado. En su boca arrepentida, que apretaba los labios, en su cuerpo que se balanceó al cargar el peso sobre la otra pierna. En el brazo que levantó lentamente hasta la frente. Soplos de brisa glacial se sumaban al ritmo incesante con que las olas frías golpeaban la piel de Jorge, a la altura de la pelvis. El hombre no entendía por qué cada vez que aquel humillante recuerdo inundaba su mente, apenas conseguía contener una erección. 

Todo lo demás se esfumaba. 

Durante estos meses de separación ha intentado recordar la primera vez que la vio. Pero no consigue recordar cuándo fue esa primera vez. Los padres de ambos habían sido compañeros de trabajo, hacían la misma guardia en los remolcadores, y las familias se conocían desde que Ana y él eran niños. 

Recuerda bien, eso sí, aquel impacto; el primero, el que recibió aquel verano en San Sebastián, cuando ni el uno ni el otro tuvieron un plan mejor que acompañar a los respectivos padres en unas vacaciones. No recuerda haber tenido interés antes por ella, y aun así recibió ese impacto que se traduciría en un sentimiento más profundo que ya no lo abandonó, y que se le debió de notar, se lo debieron de notar todos, desde el primer instante, solo con mirarlo. 

Acabaron aquellas vacaciones con el inicio de una relación, él sintiendo entonces aquel anhelo por verla, el apremio constante, la pérdida de apetito, los desvelos. Ana, en cambio, pareció aceptar el hecho de que fuesen novios como una especie de comodidad. Así lo percibía él, como si ella se mantuviera a una distancia en la que se creyera segura. Él había sentido siempre que la amaba desde un lugar y que ella permanecía en la antesala de ese lugar, que él esperaba a que ella cruzase la puerta y que pudieran amarse el uno al otro ahí, en el lugar en el que él se encontraba. Pero en vez de eso, era él quien había tenido que visitarla en la antesala del cuarto que ella no quería o no se atrevía a pisar. 

Los dos eran tímidos, y los dos se enfrentaban a su timidez hablando sin cesar, siempre que fuese de asuntos sobre los que tuvieran conocimientos, que les hicieran sentirse seguros. ¿Y de qué podían conversar una estudiante de filología hispánica y un aspirante al título de patrón portuario? 

Jorge se esforzó por derribar las barreras, por maravillarse con todo lo que maravillaba a Ana, y se embarcó con un fajo de libros en el buque en el que realizó las prácticas de oficial de puente. Se deprimió con Pío Baroja, disfrutó con Vázquez Montalbán y lloró, frustrado y dolorido, intentando comprender a Proust, avergonzado de sus limitaciones, incapaz de aclararse en aquella selva de vegetación espesa y enredada. 

Fue un duro revés. Después de abandonar aquellas páginas tardó en atreverse con cualquiera de las otras novelas que llevaba consigo. Pero la curiosidad por ese mundo en el que Ana se encerraba había resucitado el instinto infantil por saber, y acabó recuperándose. Algo de aquellos libros fue quedando en su memoria, fue cuajando como copos de nieve que se prendían a la masa gris de su cerebro; aprendió palabras que le parecieron hermosas, palabras que le apetecía decir, palabras para amarla, aunque a veces ella riera al escucharlas de su boca. No importaba, no había risa con más encanto que la de Ana. Echaba de menos aquella risa, incluso cuando se reía de su frío a orillas de un mar ensombrecido, bajo las nubes opresoras del Cantábrico, hacía casi veinte años. 

¿Se puede regresar al tiempo del que sentimos nostalgia, al tiempo primero, cuando estrenábamos aquellas palabras? ¿Se puede? No lo sabe. O sí. Sabe que no hay tal milagro, y sabe también que no quiere la vida alegre que algunos le prometen. No quiere tocar otros cuerpos que le harán echar de menos a su mujer, ni pasarse la noche emborrachándose y escuchando una retahíla de chistes malos. No quiere pasear otra vez por el mundo con la letra “L” pegada en la espalda. Él quiere regresar a Ana, a sus reproches, a sus abandonos incluso. ¿Cuándo sucedió? ¿En qué momento la risa de Ana perdió todo su encanto? 

Dejó con calma el albornoz y las chanclas en el banco, junto a la pared, y se acercó al borde de la piscina con intención de tirarse, como si se obligara a tener algo íntimo con una mujer que no le inspira el más mínimo deseo. Un griterío desde la zona termal le enderezó el cuerpo. Eran las mujeres del aquagym

Jorge llevó la mirada hacia arriba, hacia el gran ventanal de la sala de máquinas desde donde se podían ver las piscinas. Álvaro ya estaba allí, sobre la bicicleta estática, en primera fila, por supuesto. Lo vigilaba. 

Cambió de idea y se dirigió con pasos suaves a la escalerilla. Sabía que eso provocaría la mofa de Álvaro, pero no le importaba, le permitiría esa pequeña venganza. 

—Álvaro no quiere que le aceptes con sus convicciones —le había dicho Ana a menudo—, o no es eso lo único que espera de ti. Él quiere que esas convicciones sean también las tuyas. Y si pretendes tener otras, y opinar de un modo distinto, él piensa que rechazas sus convicciones para avenirte a las mías, como si fueses una marioneta que se hubiera apartado de sus manos para ponerse en las de otro. 

Jorge solía responder con un manotazo en el aire, un manotazo de «bah, no sé por qué te lo tomas en serio». Y ahora no sabía cómo aplicarse el cuento. Había huido de cualquier encuentro organizado por separados, cuyas conversaciones acababan siempre con el mismo contenido: sus excónyuges, esas zorras, esos cabrones. Pero era su amigo felizmente casado quien parecía experimentar un extraño placer en ese tema de conversación, empeñado en convencerle de que la ruptura era lo mejor que le podía pasar. 

No habían roto. Ana le había pedido tiempo. Y cada vez que se lo recordaba, Álvaro le repetía que tenía que salir de la fase de negación. Debía de ser cosa de su mujer eso de la fase de negación, de Maribel, la mujer de Álvaro, que lee toda esa basura de autoayuda. 

Todo el mundo hablaba entonces de tener esperanza; lo decían los políticos, los tertulianos en la televisión, los columnistas en la prensa. Todos hablaban de la necesidad de recuperar la esperanza. ¿Por qué no podía recuperarla él? No quería otra vida que aquella de la que había sido despedido temporalmente, aunque fuese una vida llena de carencias. 

Cada vez que Álvaro le decía que había vivido sometido a una tiranía, él se sentía más aprisionado por los empujones hacia una libertad que no había elegido. Ahora era él, y no Ana, quien se sentía amenazado por la proximidad del amigo que se había vuelto pegajoso. 

—Solo quiere hacerte sufrir —le había dicho Álvaro—. Es una estrategia para debilitarte. Está estudiando cómo sacarte los higadillos. 

Jorge supo, sin embargo, que Ana no le engañaba, que no estaba decidida a romper para siempre. Todavía no. Aún estaba viva la posibilidad de dar aliento a esa relación que parecía haberse ido gota a gota, un poco más cada día, sin darse cuenta. Él tenía la certeza de que ella se lo iba a pensar, o que esperaba averiguar algo de sí misma. De ellos. De todo. Era lo que Ana había dicho. Y él la creyó. 

A ese pensamiento al que Jorge se aferraba Álvaro lo llamaba «síndrome de Estocolmo». Y él se niega a curarse, a escapar del rapto. La libertad le sentaba como una camisa de fuerza; y ese sábado, cuando Álvaro lo llamó a primera hora de la mañana para anunciarle que lo acompañaba al gimnasio, la sensación de encierro se acrecentó. Como si tuviera una cisterna en la cabeza, Álvaro había almacenado todo tipo de pensamientos horribles sobre Ana, y ahora aprovechaba la separación temporal para tirar de la cadena. 

—Te has pasado la vida trabajando para comprarte un barquito, y ella te obligó a invertir todos tus ahorros en ese apartamento para jugar a los negocios. Y, mira, ahora que te echa de tu casa, ni siquiera puedes meterte a vivir ahí. 

Por más que fuese hija y esposa de hombres que se ganaban la vida en el mar, Ana era como su madre, incapaz de vencer la batalla contra el mareo y el miedo a una jornada de marejada. Además, ¿para qué quería él un barco? No se puso a trabajar en el mar porque le gustara imaginarse en un mundo de emociones fuertes, sino porque era en lo que su padre trabajaba, y en lo que encontró una oportunidad. Limpiar las aguas del litoral no era, ni mucho menos, a lo que aspiraría un marino. Y, si alguna vez pensó en tener un barco, fue más bien por inercia, porque era lo que deseaban sus compañeros. A veces uno cree desear lo mismo que los demás. 

Jorge no era de esos hombres a los que les gusta adentrarse en un bosque de emociones, no era un tipo aficionado a las audacias. Si hubiera tenido aspiraciones de aventurero, se habría hecho patrón de la Marina Mercante, pero en el tiempo en que estuvo navegando descubrió que era un tipo criado en la domesticidad, y la añoranza de regresar a ella le producía un dolor físico insoportable. Como le sucedía en estos meses, aunque viviera refugiado en casa de sus padres, en esa domesticidad en la que volvió a instalarse. No se le ocurrió ninguna excusa para quitarse de encima a Álvaro y sus visiones desenfocadas, ni encontró valor para pedirle que lo dejara solo, que le dejara evadirse del género humano, y especialmente de él. De él, que no quiere comprenderle, ni apoyarlo, ni consolarlo. Que solo quiere someterle. Uno ha de elegir bien con quien se desahoga. Algunas personas creen que por buscar en ellas consuelo estás condenado a seguir sus consejos como si fueran mandamientos de una autoridad divina. Jorge prefería callar que pasarse de sincero y causar daño. Por eso calló y metió en la mochila el bañador y las chanclas, aun sabiendo que su amigo se lo reprocharía. Y así sucedió: 

—No caí en decírtelo —mintió—. Me he levantado con la alergia. Ya noto la primavera en las cuencas de los ojos. 

Álvaro torció el gesto y se puso el chándal, no sin antes presumir de su nuevo reloj. Era su pueril venganza. Otro rasgo de su carácter que Ana detestaba. Jorge tuvo que esforzarse para hacer un gesto de admiración. Al otro se le hinchó el pecho y guardó el reloj en su bolsa de nailon de color amarillo silvestre. Ana no podía comprender cómo se hicieron amigos dos hombres que cultivaban intereses tan alejados. 

Él sí sabía por qué. Lo supo con el tiempo; son cosas que un buen día descubres de ti mismo. Jorge siempre tuvo miedo de las mujeres, por eso se sentía a gusto en un trabajo como el de su padre, como el suyo, sin apenas contacto con ellas. Y Álvaro, el vacilón de Álvaro, era la muleta perfecta; una especie de lazarillo, una llave. Le gustaba coquetear después, incluso, de echarse novia; se creía seductor, aunque era la timidez de Jorge la que finalmente triunfaba. 

Jorge no se decide aún a descender por la escalerilla. Se sienta junto a ella en el borde de la piscina, con los pies dentro del agua, y roza con sus dedos el vientre, que había dejado de ser un suave montículo al poco de comenzar en el gimnasio. 

Se sonríe. Una imagen se ha encendido en su cabeza. Los dedos de Ana dibujan elipses sobre su vientre: 

—Vaya —y una pausa, que fue como un resoplido, una risa a la que puso freno—, parece que es verdad que vas al gimnasio. 

Los buenos recuerdos eran los peores, los que más daño hacían. 

No recuerda como le reprochó que se apuntara al gimnasio, que no dedicara ese tiempo a los niños. Son los buenos recuerdos los que han acabado por fijarse en la memoria cuatro meses después de la separación. 

Y cuanto peor hablara Álvaro de Ana —Álvaro o cualquier otro—, más le llevaba a recordar lo mejor de ella. Allá donde ponía la mirada estaba Ana, esa mujer a la que todavía amaba, aunque nunca supiera interpretarla. Él había aceptado que no podía, ni quería vivir sin ella. ¿Por qué no podían aceptarlo los demás? 

Notó la presión del gorro de goma en las orejas y se decidió a entrar en el agua, a terminar cuanto antes. El calor húmedo de las piscinas aclimatadas también le daba frío, y la tibieza del agua le parecía asquerosa. 

Habría cruzado la piscina cuatro, cinco veces quizá, cuando se sujetó al borde con una mano y estornudó. Ahí está. La mentira hecha verdad: su alergia de primavera. 

Las voces y risas de la clase de aquagym alcanzaban ya el nivel de un griterío atronador. Jorge pensó en la radio que siempre escuchaba mientras hacía los ejercicios, y volvió a maldecir su cobardía. Sin mirar a la pared acristalada subió por la escalerilla, se colocó las chanclas y el albornoz y se dirigió a los vestuarios. 

Bajo la ducha piensa en su piso cálido, su piso sobre la panadería desde la que llega el olor a pan recién hecho por la mañana. 

Necesitaba un plan, un plan con el que acortar la distancia que le separaba de su piso, que le devolviera a su familia. Estaba ahí parado, frente a su taquilla abierta, con la mano sujeta a la puerta de latón, sin saber muy bien qué hacer consigo mismo, cuando vio entrar a Álvaro. También se acababa de duchar. Tenía su edad, pero parecía mayor de los cuarenta. Envolvía su vientre opulento con una toalla del tamaño de una sábana bajo el pecho descolgado. ¿Cómo pudo pensar Ana que lo de apuntarse al gimnasio fue idea de Álvaro? 

—¿Y eso? —Álvaro señalaba el escudo del Barça serigrafiado en la bolsa —. Creía que tú los colores los llevabas por dentro. 

Jorge sacó el paquete de clínex y se sonó. 

—Es de mi padre —contestó sin más. 

El móvil sonó dentro de la bolsa y atendió la llamada mientras el otro se vestía sin quitarle los ojos de encima. 

Después de colgar, se quedó sentado en el banco, en silencio, intentando encontrar un sentido a lo que acababa de oír. 

—No te lo vas a creer —dijo al fin—. Era la agencia que lleva el alquiler del estudio. Dicen que la mujer que lo había alquilado esta semana… Dicen que está muerta, dicen que la han matado, que ha aparecido muerta en nuestro estudio. 

Álvaro tardó unos segundos en salir del asombro. Y por fin habló con rabia contenida: 

—¿Y por qué te llaman a ti? ¿No era tu mujer la que jugaba a negocianta

Jorge cerró los ojos casi con el mentón sobre el pecho y suspiró lentamente. 

—Déjalo ya, ¿quieres? Si esta historia naufraga será por mi culpa. Fui yo quien la engañó con otra. E incluso estando con la otra la eché de menos. Puede que siempre la haya querido más que ella a mí, pero eso no convierte a Ana en mala persona. 

—Bah. Eres un ñoño. 

Jorge permanece en silencio, petrificado por la rebeldía, mientras su mente parafrasea aquello de Casablanca: «De todos los apartamentos de alquiler que hay en Barcelona, han tenido que matarla en el nuestro». Y detuvo el pensamiento que se le enredaba con otros más egoístas. 

—Pobre mujer —dijo. 

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Capítulos anteriores, en estos enlaces: 




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